Para obrar un Valencia campeón…

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Por Igor Susaeta

Teniendo en cuenta la manera de sentir y de actuar de la afición del Valencia, no podía ser de otra manera: Mestalla estaba a punto de estallar, porque ya había mostrado ya síntomas de disconformidad. Faltaban un par de semanas para que llegara la navidad de 1997, y el equipo deambulaba en la Liga. Jorge Valdano fue cesado después de encadenar tres derrotas en las tres primeras jornadas ligueras, y su sustituto, Claudio Ranieri, un italiano bastante desconocido en España por aquel entonces a pesar de haberse labrado una notable trayectoria en los banquillos del Calcio, no daba con la tecla, y el equipo había conseguido sólo tres victorias en 11 partidos bajo su tutela. Por lo tanto, si no se sumaba en la visita a la Real Sociedad de aquel mustio 7 de diciembre, el recién nombrado presidente Pedro Cortés decapitaría al entrenador.

                  Y ahí emergió, como otras tantas veces, la figura de Gaizka Mendieta. El magnífico centrocampista empató el partido en el minuto 79 y salvo la cabeza del carismático italiano. Fue el primero de los tres goles de Mendieta que cimentaron el Valencia rocoso, campeón y con mentalidad ganadora de entre 1998 y 2004.

                  Porque hasta esos años, y sobre todo desde el descenso a Segunda División de 1986, había sido un equipo desconfiado de sus posibilidades, a veces brillante, eso sí, pero muy inestable. Y todo eso era consecuencia, en gran parte, de la poca paciencia de la grada con sus jugadores y entrenadores –pese a haber conseguido ascender una temporada después, en 1987‑, del histórico complejo de inferioridad respecto al Barcelona y Real Madrid y de la inestabilidad institucional. Se había consolidado como un equipo de la zona noble, sí, y de manera más austera bajo la batuta de Víctor Esparrago, o haciendo gala de gran fútbol con Guus Hiddink, sacaba el billete para competiciones continentales casi cada curso. Sin embargo, no era suficiente.

El 3 de noviembre de 1993 el Valencia cayó goleado en Karlsruhe (Alemania) y quedó apeado de la Copa de la UEFA. Eso propició el fulminante despido de míster holandés, y un par de semanas después dimitiría el presidente Arturo Tuzón, que cumplía su octava temporada en el cargo. Ardía el conjunto che en sus entrañas y se sublevaban las gradas. Lo sustituiría pocos meses después el excéntrico y polémico Paco Roig, y, bajo su mandato, el Valencia se mareó y ahogó en un círculo vicioso sin salida posible. En poco menos de dos años se sentaron en el banquillo de Mestalla cinco entrenadores, y las consecuencias de la Ley Bosman, que propició el libre mercadeo también de futbolistas, desnaturalizaron el equipo. Aunque Luis Aragonés recondujo la situación y en la campaña 1995-1996 el Valencia logró el subcampeonato de Liga gracias al porrón de goles que metió un estelar Pedja Mijatovic, las aguas seguían bajando revueltas por el río Turia. Fue un espejismo y la siguiente campaña no comenzó bien. Aún sin pedirlo, al Sabio de Hortaleza le ficharon a un Romario en clara decadencia, y el entrenador no soportó los desmanes de la estrella brasileña. El ambiente estaba enrarecido una vez más y Aragonés fue cesado tras 13 jornadas. Valdano no fue capaz reconducir la nave, aunque tanto en aquel mercado de invierno como en el del verano de 1997, la directiva se arrodilló a sus pretensiones a la hora de fichar: Ariel Ortega, Moussa Saib, Marcelinho Carioca…

El espíritu ganador de Ranieri

Y así se llega al primero de los tres goles fundamentales de la perla de la cantera de Paterna. Ese tanto sirvió para que no cesaran a Ranieri, el preparador que puso las bases de lo que meses, años más tarde, se alzaría como una obra de valor mayúsculo. Por aquel entonces todavía formaba parte de una plantilla que parecía la ONU Fernando Gómez Colomer, unos de los mejores llegadores del futbol español de finales de los 80 y principios de los 90, que llegó a jugar algunos partidos como líbero, en las defensas de dos centrales marcadores y el par de carrileros largos que planteaba el italiano. Mientras que un mito como Andoni Zubizarreta defendía la meta y Luis Milla tenía todavía correa por delante de la defensa. Aquella temporada acabó con más pena que gloria, pero con la positiva sensación de que Ranieri estaba construyendo un equipo sólido.

Fernando y Zubizarreta no siguieron en la plantilla y se apostó por la experiencia de los defensas Alain Roche y Joachim Bjorklund y del portero Santiago Cañizares para unirse a los incombustibles correcaminos de banda Jocelyn Angloma y Amedeo Carboni, y a la elegancia de Miroslav Djukic en el cierre. Ranieri mismo ha admitido en alguna ocasión que quiso italianizar el Valencia, y eso pasaba por apuntalar la defensa, por supuesto. En el centro del campo consolidó a Francisco Javier Farinós al lado de Milla, dio alas a Mendieta, confió en el joven Miguel Ángel Angulo para que alborotase en ataque, y en punta alternó a los agiles Goran Vlaovic e Adrian Ilie al lado del veloz y oportunista Claudio El Piojo López.

Bien es verdad que al equipo le costó despegar. Eliminados en la Copa de la UEFA por el Liverpool en dieciseisavos de final y sin conseguir engancharse al vagón de cabeza en la Liga –Ranieri, cómo no, ya había sido abucheado, a pesar de que gracias a su carácter a la vez volcánico que afable había conseguido simpatizar, de cierta manera, con la exigente grada de Mestalla‑, la nave che viro 180 grados el 18 de febrero de 1999. Se presentó en el Camp Nou para enfrentarse al Barcelona en la ida de cuartos de final de la Copa del Rey. El conjunto de los Figo, Rivaldo, Luis Enrique, Kluivert, Guardiola y compañía marchaba líder en la competición domestica, y unos días antes había goleado al Real Madrid (3-0) y casi sentenciado el título. Eso no supuso que los valencianistas se amilanaran, ni mucho menos. Con 2-2 en el marcador, corría el minuto 80, y el rumano Ilie se dispuso a botar un córner. Templó el golpeo, el balón llegó hasta una de las esquinas de la media luna del área grande, y Mendieta conectó una volea perfecta que se coló como un obús por la escuadra izquierda del marco defendido por Ruud Hesp. El simbolismo, la belleza y a la vez fiereza de aquel gol catapultaron al Valencia en los próximos meses. En semifinales de Copa aplastó al Real Madrid ‑6-0 en la ida disputada en Mestalla‑ y finalizo la Liga en cuarto lugar, consiguiendo el billete para la previa de la Liga de Campeones, el torneo que situaría al club en el mapa del fútbol del viejo continente.

Pero el 20 de junio se despedía Ranieri con lágrimas en los ojos de Mestalla, cansado de lidiar con la directiva, aclamado al unísono por la afición, agradeciéndole haber recolocado al club donde los che-s creen que merece, por haber hecho creer a sus futbolistas. Y también, por qué no, por haber sido un tipo simpático, dicharachero, a pesar de haber impuesto una férrea disciplina. Cómo no recordar aquella respuesta a una pregunta capciosa de un periodista en la sala de prensa de Paterna. Se le cuestiono por la agresividad y energía con la que se habían empleado sus futbolistas en la sesión preparatoria. Y el italiano, socarrón, arrancó las carcajadas de los presentes con esta genial respuesta: “¡Alguien tenía que pagar las tortillas que nos hemos comido después del entrenamiento!”.

Algarabía la que se vivió el 26 de junio en Sevilla, en la final de Copa entre Valencia y Atlético de Madrid. Los primeros pasaron por encima de los segundos, literalmente (3-0). Los campeones plasmaron sobre el verde el decálogo de Ranieri: intensidad defensiva, solidaridad en las ayudas, rigor táctico, negación de líneas de pase al contrario, y alegría, velocidad y continuo ataque de los espacios en la faceta ofensiva. Y en aquel partido marcó Mendieta el tercero de sus goles simbólicos, el más bello, quizás, en la ejecución, que inyectó un sentimiento de gloria, de poder, a los futbolistas y a la afición. Farinós lanzó en largo a Ilie, éste corrió la banda izquierda, y cerca de la línea de fondo levantó la cabeza. Llegaban sus compañeros en manada y optó, de nuevo, por templar el balón hacia Mendieta. El rubio controló la pelota con el pecho, se la acomodó en el muslo derecho, lanzó un sombrero con la misma pierna que superó a Radek Bejbl y Carlos Aguilera, y definió, sin dejarla caer, con la izquierda. Maravilloso. El ex gran futbolista del Real Madrid Miguel Ángel González Del Campo Michel era el que hacía las veces de entendido en las retransmisiones futbolísticas de Televisión Española en aquella época, y no dudó en declarar que en Mendieta “hay un futbolista”. Y tanto: sobre el giró el Valencia las dos siguientes temporadas.

Aburridos entrenando, pero…

Para sustituir a Ranieri arribó en Mestalla Héctor Cúper; un técnico baqueteado en el fútbol argentino de aquel entonces, que en las dos campañas anteriores había conseguido algo casi increíble con el modesto Mallorca: en la 1997-1998 clasificó quinto al equipo en Liga y lo llevó a la final de Copa, mientras que en la 1998-1999 mejoró en dos posiciones su actuación en la competición doméstica y le falto un suspiro para levantar la Recopa de Europa, ya que cayó en una igualadísima final ante la Lazio de Marcelo Salas, Pavel Nedved, Roberto Mancini y compañía. Traía, por lo tanto, una buena carta de presentación el entrenador que para calmar la ansiedad fumaba compulsivamente en el banquillo. Su ideario futbolístico era, además, parecido al de su antecesor en el cargo.

Se pudo retener a los pilares de la plantilla y la reforzaron haciendo fichajes bien notables: Mauricio Pellegrino para el eje de la defensa, Kily González para darle profundidad, trabajo y fuerza a la banda izquierda, Gerard López y el canterano David Albelda para fortalecer la zona ancha, y Juan Sánchez para incordiar en ataque. Pero el inicio de Liga fue nefasto: cuatro derrotas en las primeras cuatro jornadas. El publico de Mestalla, una novedad, estaba de uñas, pero la trayectoria en la máxima competición continental endulzó la errática marcha liguera. Había acabado en primer lugar en el grupo F de la liguilla de octavos de final, sin perder ningún partido y haciendo frente con garantías al Bayern de Munich, Glasgow Rangers y PSV Eindhoven. Pasaron las navidades y enero, antes de retomar la Liga de Campeones, se haría muy largo… Se perdió 1-2 en casa ante el Espanyol en la vigésimo primera jornada y Mestalla entonó el mítico “¡Cúper vete ya!”. El equipo era decimo en la Liga y el vestuario un polvorín… Claudio López declaró off the record que los entrenamientos eran aburridos, y Paco Camarasa, el último mohicano, un superviviente desde finales de los 80 lastrado por las lesiones, lavó los trapos sucios no en la caseta, sino que fuera. “[Claudio López] No está contento. Pero no es sólo él, sino que es algo generalizado en el vestuario y sobre todo en los pesos pesados. Está fallando el trato humano. (…). No hay alegría en el vestuario”. Cúper apartó al primero de la disciplina del grupo per saecula saeculorum, y a su compatriota durante una semana. “No pasa nada con El Piojo”, declaró el míster… Nadie se lo creía, claro. Djukic y Cañizares, además, no se hablaban, harto el primero de los desprecios del meta a sus compañeros; y el mismo Cañizares y el portero suplente Andrés Palop no se soportaban. Pero la bomba que podía hacer que volase todo por los aires no estalló finalmente, para alegría de la afición. Y no sucedió porque los jugadores, a pesar de aburrirse durante la semana, entendieron que el método Cuper funcionaba. Albert Luque, delantero que estuvo a sus ordenes en el Mallorca, declaró una vez lo siguiente: “Es cierto que los entrenamientos son muy duros, pero sus jugadores siempre tienen una chispa de velocidad y de forma física que no tienen los demás”. Y es verdad: los jugadores llegaron como motos al final de temporada.

Después de clasificarse con solvencia para las rondas del KO de la Liga de Campeones, y con el once titular definido casi, el Valencia machacó a la Lazio de Dejan Stankovic, Juan Sebastián Verón, Diego Pablo Simeone y Filippo Inzaghi en cuartos de final, confirmando a la pareja de medios-centros de moda, Gerard y Farinós, e hizo lo mismo en semifinales con el Barcelona, que mantenía la misma plantilla que le había hecho campeón de Liga la temporada anterior. En la competición doméstica consiguió escalar hasta la tercera posición, logrando nueve victorias y dos empates en las últimas trece jornadas. Teniendo en cuenta esos datos, el Valencia era favorito en la final de la Liga de Campeones, a disputar en Paris, frente a un Real Madrid crecido en Europa y compungido en casa.

Jugadores llorando en Mestalla

Cuenta la leyenda, que en el saludo de capitanes realizado en el centro del campo del estadio Saint-Denis, Fernando Redondo acongojó a Mendieta al estrecharle la mano: “¿Quién eres tú? ¿Qué haces aquí? En el primer balón que toques te voy a romper la pierna”. Y el Real Madrid arrasó al Valencia, con un Redondo enorme, desatado, escudado en la línea de cinco jugadores que le dispuso Vicente del Bosque por detrás suyo durante los choques claves de la Liga de Campeones, ya que Fernando Hierro estuvo lesionado varios meses.

Aquel golpe no desanimó al Valencia. Bien es cierto que aquel verano perdió a varias de sus figuras. Gerard y Farinós, los sostenes de llegada y golpeo respectivamente, marcharon al Barcelona y al Inter, y el goleador y estrella Piojo López, la punta de lanza que daba sentido al juego, a la Lazio, harto de Cuper. Pero se ficho bien, de nuevo. Rubén Baraja era un volante de mucho recorrido, Didier Deschamps aportaría veteranía y conocimiento táctico a pesar de participar en muy pocos choques, Roberto Fabián Ayala se convertiría en el líder de la defensa, la eclosión del maravilloso extremo izquierdo Vicente Rodríguez ayudaría a que Kily no se durmiese en los laureles y el gigantón John Carew era capaz de bajar al pasto cualquier pelotazo que se la mandase.

El equipo se mantuvo en los puestos altos de la tabla durante toda la temporada, y en la Liga de Campeones solventó sin problemas las dos liguillas previas a la ronda de cuartos. Cúper, en cambió, no gustaba y no caía bien. Era indudable que el Valencia era un conjunto hipercompetitivo, fiable, muy bien organizado, que ganaba mucho más que perdía, pero la afición de Mestalla es tremendamente exigente con el míster y con los futbolistas. Decía Robert Fernández, ex mítico futbolista valencianista, que él ha visto llorar a compañeros al no poder soportar la presión de la grada. Zubizarreta, por su parte, sostenía una teoría: la afición local sólo apoyaba incondicionalmente a su equipo cuando se enfrentaba al Real Madrid o al Barcelona, los únicos rivales a los que considera superiores.

Era palpable que la relación entre la plantilla y Cuper se resentía, se desgastaba aún más, debido a las exigencias del segundo, a lo que exprime al futbolista. Pero, a la chita callando, se elimino al Arsenal y a Leeds en cuartos y semifinales la Liga de Campeones, y se plantó de nuevo en una final de la Copa de Europa. Esperaba en San Siro (Milán) el Bayern de Munich de Oliver Kahn, Stefan Effenberg, Mehmet Scholl y Giovane Elber; un conjunto puramente alemán todavía, a pesar de contar con suecos, ghaneses, vascos, brasileños y bosnios en sus filas.

La final se presentaba pareja. Pablo Aimar, el gran fichaje del mercado de invierno, un artista de la conducción, del último pase, partía de inicio, y parecía que Cuper se desviaba de su credo. El 0-1 favorable del descanso, en cambio, le hizo recular, y el argentino se quedó en el vestuario mientras ingresaba Albelda, musculo, trabajo y orden, en su lugar. Eso es lo que siempre se la ha achacado a Cuper, precisamente, su conservadurismo, pese a que en su Mallorca el centro del campo lo vertebraban Engonga y el jugón Ibagaza. Al final, el Valencia perdió de nuevo, en los penaltis. Las lágrimas de Cañizares al recibir la medalla de subcampeón coparon las portadas, y parecía que un ciclo glorioso llegaba a su fin. Cúper pensó lo mismo. Alguna vez acusó al valencianismo de no valorar su trayectoria –una vez unos aficionados zarandearon su coche a la salida de Mestalla‑, pero la directiva quería convencerle: le ofrecieron 500 millones de pesetas por temporada –unos 3 millones de euros ‑, incrementando sus emolumentos en 200 millones de pesetas. El argentino era un tipo duro, inflexible, y rechazo la oferta. Le tentaba el Barcelona… Y también el Inter. Hizo las maletas y marchó a Italia. Unos días antes, y para terminar de incrementar su fama de pierdefinales, el Valencia cayó 3-2 en el Camp Nou en la última jornada de Liga –aquel postrero golazo de chilena de Rivaldo‑, y quedó apeado de poder disputar la máxima competición continental el curso siguiente.

“¿Quién es Benítez?”

Y por si todo eso fuera poco, Mendieta, el motor del equipo, el futbolista al que le encantaba un grupo indie como Los Planetas, era traspasado a la Lazio, previo pago de 7.500 millones de pesetas ­–casi 40 millones de euros‑. El futbolista deseaba marcharse, y el el nuevo presidente de la entidad Jaime Ortí recibió dinero fresco para sanear, en parte, las siempre endeudadas arcas del club. El futbolista que comenzó como un lateral derecho aseado pero discreto y se convirtió en unos de los mejores volantes de Europa no volvería a ser el mismo.

Se intuía que el Valencia también caería en picado. Más, aún, cuando la directiva anunció que el nuevo entrenador sería Rafa Benítez. “¿Quién?”, se preguntaban los aficionados. La idea fue de Javier Subirats, entonces director deportivo de los che-s. La directiva despreció la elección, y obligó a Subirats a firmar un documento en el que se hacía responsable de la contratación en caso de que fracasará. “El único Rafa Benítez que conozco es el torero”, declaro jocosamente un directivo. Y era verdad, a Benítez lo conocían sólo los más futboleros. Criado como entrenador en la antigua Ciudad Deportiva del Real Madrid, su currículum no era todo lo brillante que la afición y la directiva demandaban: cesado de Valladolid y Osasuna a las primeras de cambio, había conseguido sendos ascensos a Primera División con el Extremadura y el Tenerife.

Los fichajes, fueron, además de perfil bajo: los defensas Curro Torres y Carlos Marchena, el centrocampista stopper Gonzalo de los Santos, el trabajador y a veces preciso exterior derecha Francisco Rufete, el delantero tanque Salva Ballesta y un punta intuitivo pero desconocido como Miguel Angel Ferrer Mista. No se auguraba, precisamente, una temporada triunfal. El equipo era ordenado, aguerrido, pero carecía de mordiente en ataque. Y eso, eso tampoco, no se perdona en Mestalla. A la quinta jornada de Liga, después de empatar a cero en casa ante el Alavés, se escucharon los primeros pitos del respetable. No ayudó, tampoco, que se cayera eliminado en primera ronda de Copa del Rey ante el modesto Novelda, por alineación indebida. Bien. No se perdió ningún partido hasta finales de diciembre, pero Benítez estuvo a un suspiro de ser destituido el 15 de diciembre. Al descanso se perdía 2-0 en el Olímpico de Montjuic ante el Espanyol. Pero en la segunda parte anotaron Rufete dos veces e Ilie, y el desconocido Benítez pudo seguir sentándose en el banquillo che. Dos años y medio después marcharía hacía Liverpool, con dos Ligas y una Copa de la UEFA bajo el brazo.

Pañolada previa al título

De todas formas, lo peor estaba por llegar. El 20 de enero, en la jornada 21, el Valencia perdió 1-2 ante el Valladolid. Y esa vez sí, esa vez Mestalla estalló y la pañolada fue de las que inquietan. Benítez, aparentemente, ni se inmutó y siguió a lo suyo; es decir, preparando con mimo y rigor, casi obsesivamente, cada entrenamiento, cada ejercicio. Aquel clamor popular surtió efecto, porque en las restantes 17 jornadas de liga el Valencia encajó una sola derrota. No pudo superar al Inter en la igualadísima eliminatoria de cuartos de final de la UEFA, pero se notaba al equipo lanzado y confiado de sus posibilidades, con Angulo o Mista en punta. Baraja se había recuperado para la causa ­–seis goles en las últimas ocho jornadas‑, tenia gasolina suficiente para derrochar, y el equipo se encaramó al primer puesto en la fecha 34, después de empatar a uno en Mallorca y de que el Real Madrid perdiese 3-1 ante Osasuna. Las últimas jornadas se jugaron a cara de perro. El Valencia disputaba los siguientes dos partidos en casa, y aunque sufriendo lo indecible, los solventó. El primero (1-0, ante aquel gran Deportivo de la Coruña que marchaba tercero en la tabla, gracias a un autogol de Aldo Duscher; y en la 36 remontando al Espanyol (2-1) y tirando de épica, ya que Carboni, a sus 37 años, había sido expulsado a la media hora de juego. Al Valencia le bastaba con ganar en la penúltima jornada en Málaga y con que el Madrid no hiciese lo mismo. Y sucedió: los de Benítez vencieron con comodidad (0-2, Ayala y Fabio Aurelio) y el equipo entrenado por Del Bosque, más pendiente de la final de Liga de Campeones ante el Bayer Leverkusen, no pudo pasar del empate en el Bernabéu. El Valencia conseguía su quinta Liga, 31 años después de la última.

Benítez había callado muchas bocas. Pero lo que habla bien a la claras de su carácter es lo que sucedió al inicio de la siguiente campaña. Era el 30 de agosto de 2002 y faltaban dos días para que el Valencia arrancase la Liga en Mallorca… Una semana antes ya había perdido la Supercopa de España ante el Deportivo, y el míster andaba con la mosca tras la oreja. Aquel viernes empezó el entrenamiento, uno más, en Paterna, y los jugadores comenzaron a hacer carrera continua entre risas. El técnico, molesto, les recrimino la actitud, y les advirtió que si continuaban de cháchara se iban a pasar toda la mañana corriendo. Se silenciaron las bromas, pero sólo por unos pocos segundos. Volvió la juerga y Benítez, hartó, suspendió la práctica y los mandó a la ducha. En la confererencia de prensa posterior, Carlos Marchena le quito hierro a lo sucedido. “Es anecdótico”.

Los futbolistas no lo soportan

La verdad es que los futbolistas no lo soportaban. Lo llamaban “Dios”, porque decían que Benítez creía que lo sabía todo sobre el juego. No ha sido, no, a pesar de los éxitos, un tipo muy querido; ni en Londres con el Chelsea, ni en Nápoles, ni cuando dirigía al Inter de Milán. Eso sí, en el Liverpool, donde paso seis años y conquisto una Liga de Campeones (2005), la grada de The Kop lo venera. No se podría decir lo mismo de los futbolistas red que tuvo a sus órdenes. Admiten su pericia táctica, su capacidad para armar equipos ordenados y competitivos, pero… El que fuera capitán red, Steven Gerard, declara lo siguiente en su libro Steven Gerard, My Story: “Rafa Benítez ha sido el mejor entrenador táctico con el que he trabajado en Liverpool y en Inglaterra. (…). No me gusta como persona”. Xabi Alonso también se ha manifestado alguna vez utilizando términos similares, pero la descripción más jugosa es la que hace Jaime Carragher, rocoso y carismático defensa de aquel equipo: “A Rafa lo veo como uno de esos profesores que te sacan de tus casillas por estar corrigiéndote todo el tiempo, pero que, al echar la vista atrás, te das cuenta de cuánto aprendiste de él. Es uno de esos tipos que te encuentras en la esquina del pub y que es un experto de cualquier materia. Si le cuentas una historia, te contará una más larga. Si un chiste, ya lo sabe o te explica cómo contarlo mejor. El problema con estos tipos es que si dan tanto la tabarra durante la semana, llega el sábado por la noche, la gente bebe demasiado y con una palabra de más el sabelotodo es noqueado. ¡Mejor le digo a Rafa que tenga cuidado con dónde va a beber!”. No tiene desperdicio.

La temporada 2002-2003 transcurrió con más pena que gloria para el Valencia. No comenzó mal, y se mantuvo en tercera posición hasta la fecha 24. Pero el mes de marzo fue horrible y ahí perdió chance de disputarle la Liga a la sorprendente Real Sociedad de Karpin, De Pedro, Nihat, Xabi Alonso y compañía, y al Real Madrid de los galácticos. En Copa fue noqueado a las primeras de cambio por el Alicante ­–a los penaltis y en ronda jugada a partido único en el feudo del más débil‑ y en Liga de Campeones fue el Inter de nuevo el verdugo; de nuevo en cuartos, de nuevo por el valor de los goles conseguidos en campo contrario. El final de temporada, además, no fue bueno, y quedo apeado de disputar la máxima competición continental en la 2003-2004.

Eso le sirvió para centrarse más en la Liga y para ir deshaciéndose de rivales inferiores en la UEFA ( AIK, Maccabi y Besiktas). Comenzó el equipo como un tiro, y ganó los nueve primeros partidos disputados entre principios septiembre y finales de octubre. El equipo era prácticamente el mismo de las dos temporadas anteriores. Se había ido Kily al Inter, viendo que perdía definitivamente la batalla de la banda izquierda ante la calidad, fuerza e ilusión de Vicente, el que luego se pegó en un entrenamiento de la selección española con Puyol; también se había marchado Djukic y al patilargo Carew lo cedieron la Roma. Para compensar, arribaron el fino y trabajador volante Jorge López y el efervescente y oportunista punta brasileño Ricardo Oliveira. Por lo demás, ahí seguían los Cañizares, Ayala, Carboni, Albelda, Aimar, Angulo…

Arrollando de nuevo

Esos hombres aguantaron el pulso durante meses al Real Madrid de los Roberto Carlos, Zidane, Figo, Raul, Ronaldo y demás estrellas, y llegaron más frescos al final de la temporada. Rafa Benítez tiene una calculadora en su cabeza, y es un amante de las rotaciones, por mucho que eso pueda fastidiar a los figuras de la plantilla. En cambio, los galácticos tenían ya la lengua seca para marzo; más aún, después de perder la final de Copa ante el Zaragoza, y de caer en cuartos de final de la Liga de Campeones ante el sorprendente Mónaco. Aquel desmoronamiento de los blancos en el último mes y medio de competición es digno de estudio. Desde la fecha 32 hasta la 38, la última, solo sumaron tres puntos, conseguidos en el derbi ante el Atlético de Madrid. De ese descalabro se aprovechó el Valencia, que una vez más termino la Liga arrollando y proclamándose campeón en la jornada 36, en el Sánchez Pizjuán. Entre la 27 y la fecha en la que alzó el titulo, sumó 26 de 30 puntos posibles. Así es difícil no conseguir algo si estas cerca de la cabeza en los últimos dos meses.

Los festejos, sin embargo, no fueron demasiado fastuosos, ya que diez días más tarde el Valencia estaba en disposición de levantar el cuarto título continental de su historia; el primero en color, el que sería el colofón a seis años de ensueño. Se enfrentaba en el Ullevi de Gothemburg (Suecia) a un Olympique de Marsella (Francia) bastante atlético pero muy insulso, en el que jugaba su último partido Didier Drogba, antes de marchar al Chelsea con José Mourinho. El recorrido europeo de los che esa temporada no había sido un camino de rosas, pero tampoco había tenido que hacer frente a situaciones absolutamente agobiantes, si bien es cierto que en octavos de final tuvieron que remontar un 1-0 adverso ante el desconocido Glenclerbirligi (Turquia), necesitando de la prórroga para ello. En cuartos y semifinales apearon al Girondins de Burdeos (Francia) y a los vecinos del Villarreal, en una eliminatoria bastante subida de tono y resuelta por el valor de los goles en campo contrario.

La final no fue un paseo, nunca lo es un partido de esa transcendencia, a pesar de parecer que podían haber ganado no 2-0, sino que por más goles de diferencia. Para aquel histórico partido, Benítez dispuso sobre el verde a Cañizares; Curro Torres, Marchena, Ayala, Carboni; Albelda, Baraja; Rufete, Angulo, Vicente; y Mista. Anotaron Vicente y Mista. Benítez levantó la copa con satisfacción y pocas semanas después anunció su marcho entre lágrimas, en una emotiva conferencia de prensa; para entonces, la afición lo idolatraba. Cosas de la gente que pobla Mestalla domingo a domingo… “Posiblemente he tomado la decisión más difícil de mi vida deportiva. No voy a continuar en el Valencia la próxima temporada», comenzó Benítez. Posteriormente, la emoción le impidió ejecutar un discurso sereno. Mendieta nunca entreno a las órdenes de Benítez, pero seguro que él también se emocionó en su casa de Middlesbrough (Inglaterra) oyendo al Míster que encumbró a su equipo de siempre. Sin duda se acordó de aquellos tres goles.

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